Manuel Azaña (President de la República Espanyola):
... "Con el personal de la secretaría, Tarradellas se ha desfogado, muy discretamente, y de modo principal contra el Gobierno. Asegura que con el rescate del Orden público, el Gobierno ha enviado a Cataluña un ejército de ocupación, que vive a costa del país. . . De Madrid se está haciendo un mito, para emplearlo en favor de la política centralista, antiautonomista. En el frente de Madrid hay ¡cuarenta mil catalanes! Si ha podido emprenderse la ofensiva de Brunete se ha
debido a que Catalunya ha dado muchos miles de cartuchos. El frente de
Aragón es el único que no ha retrocedido, en tanto que no se ha hecho más que correr desde Cádiz hasta Madrid... Y otras agudezas por el estilo. Son materiales para el conflicto venidero. Si dan tiempo a que estalle.
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Hace días pasó por aquí a despedirse el teniente coronel Viqueira, destinado a Alcalá, para organizar y mandar una brigada de caballería. Ha cesado por tanto en el mando de la Escolta.
Parece que tratan de organizar cuatro brigadas.
De esto me habló
Bolaños, subsecretario de Guerra, la primera vez que me visitó. «Buena
falta nos habría hecho en Guadalajara una fuerza de caballería, y gran servicio. ¿Pero hay elementos para organizarla? «Sí, señor. Hay de todo.» «¿Caballos?» «También.» Viqueira ha escrito al teniente coronel Parra, y le dice desde Alcalá, que no tiene soldados, ni equipos, y que no
encuentra caballos en ninguna parte. «De modo que la brigada de
caballería soy yo.»
Adición: Entre las cosas que dijo Tarradellas mientras estuvo hablando con los de la secretaría, figura ésta: «En Cataluña resolvimos el problema en cuarenta y ocho horas, librándonos de la rebelión en todo nuestro territorio. Por eso hemos podido hacer política. En los demás sitios, no han sabido hacer otro tanto».
Este punto de vista, que no es privativo
de Tarradellas, descubre mucho más de lo que tal vez quisieran quienes
lo adoptan y propalan. Es la separación radical de la causa de Cataluña
y la causa general de España. La explicación de cuanto viene ocurriendo en Cataluña no es otra, completando esa actitud de insolidaridad o semiindependencia con la irrupción sindicalista, cooperante
con la Generalidad para anular el Estado y demoliendo a su vez, por
cuenta propia, los poderes públicos específicamente catalanes. Que Cataluña correrá, como siempre, en esta guerra, la misma suerte que el resto de
España, es una verdad palmaría, que ningún catalán desconoce ni niega;
pero no basta para apearlos de aquella opinión ni de cuanto denota. Se mueve entre la deslealtad y la obtusidad. Una persona de mi conocimiento asegura que es una ley de la historia de España la necesidad de bombardear Barcelona cada cincuenta años. Esta boutade denota todo un programa político. De hecho, Barcelona ha sufrido más veces que
ninguna otra capital española el rigor de las armas.
En protesta contra la política de unificación, los catalanes se
sublevaron en el siglo xvii contra el Habsburgo reinante en Madrid. Luis
XIII, rey de Francia, se alió con ellos. Medio siglo más tarde, los catalanes se aliaron con la Casa de Austria, , y sostuvieron la guerra contra un descendiente de
aquel rey, entronizado en España. En castigo, nuestro primer Borbón
privó a los catalanes del régimen de gobierno propio que hasta entonces tuvieron. El sistema
borbónico, continuado y completado por la organización administrativa
que los liberales moderados del siglo xix dieron a España, duró más de doscientos años. O no
significaba nada más que autoritarismo estéril y una apariencia de
unidad, o tenía que ser el aparato necesario para una política de
profunda y definitiva asimilación, principalmente lingüística y
cultural. Admitamos que una violencia sostenida durante dos siglos contra un hecho natural,
hubiera resultado a la larga ventajosa para toda España. Admitamos que
en nuestro tiempo, habría valido más que todos los españoles hablasen
una sola lengua y estuvieran criados en una tradición común, sin
diferencias locales. Para ello habría sido menester que un Estado
potente, de gran prestigio, realizara una labor enérgica, tenaz, desde
las escuelas. Ahora bien, en España, durante una gran porción de esos
dos siglos, el Estado carecía de tales prestigio y poderío, y había pocas escuelas. El catalán se conservó
como lengua usual, ya que no como lengua literaria, incluso en los
tiempos en que la buena sociedad barcelonesa afectaba por
distinción hablar en castellano y lo usaban a la perfección en sus
escritos los catalanes. El pueblo, y sobre todo el pueblo rural, seguía
siendo impermeable a la lengua castellana. Subsistir la diferencia
lingüística significaba que la obra de asimilación había fallado por la
base. Factor importante en aquella resistencia fue el clero, alegando que para enseñar la doctrina
cristiana debía hablar a los fieles en su lengua vernácula. Gran parte
del clero catalán apoyó con fervor la expansión del catalanismo, y algún obispo
de Barcelona se hizo célebre por su ruidosa adhesión a ese movimiento.
Nadie ignora tampoco que el monasterio benedictino de Montserrat venía siendo, por sus trabajos de erudición (entre
otros, la publicación de la Biblia catalana) un hogar intelectual de la
"catalanidad" y del nacionalismo. Hace pocos años, los benedictinos de Montserrat recibieron al Presidente del Gobierno español haciendo sonar en el órgano de su iglesia, consagrada a la Virgen María, el himno catalanista de Els Segadors. Esa disposición del clero catalán tenía arraigo tradicional. Clérigos eran algunos de los más violentos mantenedores de la causa de Cataluña en la insurrección
del siglo XVII. Por sus anatemas, los catalanes miraron con horror,
como a una banda de herejes, de sacrilegos profanadores del Santo Sacramento, al "ejército católico" que envió el rey para someter a Cataluña. En estos últimos tiempos, acaparada la acción política del catalanismo por los partidos
catalanes de izquierda, ha podido parecer, a quien lo observase desde
fuera, un movimiento revolucionario y marcadamente anticlerical. No era
así, de hecho. Esos caracteres, si los ha tenido, no proceden
específicamente del catalanismo, sino de otras tendencias políticas
amalgamadas con él. Uno de los grupos catalanes más intransigentes en su
nacionalismo era fidelísimo devoto de la Iglesia romana. El hombre político que
conocidamente lo representaba, católico practicante, y declarado
separatista, fue fusilado en Burgos por los «nacionalistas» de la otra banda. Recuerdo que el año pasado me visitó en Barcelona una delegación de ese grupo católico-nacionalista. Hablamos de la
restauración del culto. En la conversación salió el nombre del obispo de
Barcelona, furibundo militante en el movimiento antirrepublicano. Aquellos señores sabían, como todo el mundo, que hundirse la República era acabarse la autonomía de Cataluña. Y recordando la acción política del prelado, cuya suerte se ignoraba, uno de mis interlocutores, chispeándole en los ojos la cólera refrenada, exclamó: «No. Seguramente no le han asesinado. El señor obispo no merecía el martirio»: La República no inventó el problema de Cataluña. Lo trató
por métodos distintos que la monarquía. No inventó el renacimiento
lingüístico y cultural de Cataluña, no inventó el nacionalismo, ni lo
hizo prender en las masas. Se lo encontró pujante, y
enconado por la política dictatorial de Primo de Rivera. La monarquía
misma había entrado por el camino de las transacciones. Entre los
intelectuales madrileños apuntaba una tendencia a las soluciones de
concordia, en gran parte por reacción contra las arbitrariedades de la
dictadura del general, que se imaginaba poder suprimir el problema catalán. El año antes ...
Capítol "La insurreción libertaria y el eje Barcelona-Bilbao".
Cuaderno de la Pobleta, Memorias políticas y de guerra (1939)
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